No era la primera
vez que Carmela pasaba la noche en la casa en árbol, en ese verano, pero nunca
antes había tenido tanta tensión. Estaba mirando su infancia y su vida aquella
tarde: tenía que tomar la decisión más importante de toda su existencia.
Siempre, cuando era pequeña, iba allí, ponía música y, acostándose, soñaba
llegar a ser una bailarina profesional. Pero, ahora que realmente tenía la
posibilidad, no estaba más tan segura de partir. El miedo de perder todo lo que
tenía era un peso enorme, sus pocas seguridades y la a veces tanto odiada
normalidad de su pueblo parecían ahora su único deseo: “¿Cómo puedo dejar mis
amigos? Voy a ser sola en mi largo viaje, ¿con quién hablaré cuando esté en un
apuro y lo necesite? ¿Y Manuel, me esperará? Abandono la universidad, los
estudios, ¿pero qué pasa si fracaso? ¿Estoy lista para arriesgar perder lo que quiero
más?”.
Normalmente
Carmela es una chica muy segura de sí misma, pero en aquella fresca tarde
inspiradora del agosto andaluso de repente fue asustada por un ruido que
interrumpió sus pensamientos: sabía perfectamente lo que estaba a punto de
suceder, pero, no obstante, el miedo duró unos segundos, hasta que finalmente
su madre entró por la puertita con una cesta de galletas, se acercó a ella, le
sonrió, se acostó de lado y le ofreció de comer.
Carmela cogió una
galleta y entendió:
“¿Como cuando era pequeña?”
“Como cuando eras pequeña."
“Como cuando eras pequeña."
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